27 de enero de 2011

Semana de la PAZ: cuentos para tratar la paz.

La paz perfecta.

Había una vez un rey que ofreció un gran premio a aquel artista que pudiera captar en una pintura la paz perfecta. Muchos artistas lo intentaron. El rey observó y admiró todas las pinturas, pero solamente hubo dos que a él realmente le gustaron y tuvo que escoger entre ellas. La primera era un lago muy tranquilo. Este lago era un espejo perfecto donde se reflejaban unas placidas montañas que lo rodeaban. Sobre estas se encontraba un cielo muy azul con tenues nubes blancas. Todos quienes miraron esta pintura pensaron que esta reflejaba la paz perfecta. La segunda pintura también tenía montañas. Pero estas eran escabrosas y descubiertas. Sobre ellas había un cielo furioso del cual caía un impetuoso aguacero con rayos y truenos. Montaña abajo parecía retumbar un espumoso torrente de agua. Todo esto no se revelaba para nada pacífico. Pero cuando el Rey observó cuidadosamente, vio tras la cascada un delicado arbusto creciendo en una grieta de la roca. En este arbusto se encontraba un nido. Allí, en medio del rugir y de la violenta caída del agua, estaba sentado plácidamente un pajarito en su nido... Por fin, el rey comunicó su decisión y, ante la perplejidad de todo el reino, dijo que la pintura ganadora era la segunda y cuando le preguntaron ¿Por qué? Contestó “porque la paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro o sin dolor, sino que a pesar de estar en medio de todas estas cosas permanezcamos calmados dentro de nuestro corazón. Este es el verdadero significado de la paz."




La espada pacifista.
Había una vez una espada preciosa. Pertenecía a un gran rey, y desde siempre había estado en palacio, partipando en sus entrenamientos y exhibiciones, enormemente orgullosa. Hasta que un día, una gran discusión entre su majestad y el rey del país vecino, terminó con ambos reinos declarándose la guerra. La espada estaba emocionada con su primera participación en una batalla de verdad. Demostraría a todos lo valiente y especial que era, y ganaría una gran fama. Así estuvo imaginándose vencedora de muchos combates mientras iban de camino al frente. Pero cuando llegaron, ya había habido una primera batalla, y la espada pudo ver el resultado de la guerra. Aquello no tenía nada que ver con lo que había imaginado: nada de caballeros limpios, elegantes y triunfadores con sus armas relucientes; allí sólo había armas rotas y melladas, y muchísima gente sufriendo hambre y sed; casi no había comida y todo estaba lleno de suciedad envuelta en el olor más repugnante; muchos estaban medio muertos y tirados por el suelo y todos sangraban por múltiples heridas... Entonces la espada se dio cuenta de que no le gustaban las guerras ni las batallas. Ella prefería estar en paz y dedicarse a participar en torneos y concursos. Así que durante aquella noche previa a la gran batalla final, la espada buscaba la forma de impedirla. Finalmente, empezó a vibrar. Al principio emitía un pequeño zumbido, pero el sonido fue creciendo, hasta convertirse en un molesto sonido metálico. Las espadas y armaduras del resto de soldados preguntaron a la espada del rey qué estaba haciendo, y ésta les dijo:
- "No quiero que haya batalla mañana, no me gusta la guerra".
- "A ninguno nos gusta, pero ¿qué podemos hacer?".
- "Vibrad como yo lo hago. Si hacemos suficiente ruido nadie podrá dormir".
Entonces las armas empezaron a vibrar, y el ruido fue creciendo hasta hacerse ensordecedor, y se hizo tan grande que llegó hasta el campamento de los enemigos, cuyas armas, hartas también de la guerra, se unieron a la gran protesta.
A la mañana siguiente, cuando debía comenzar la batalla, ningún soldado estaba preparado. Nadie había conseguido dormir ni un poquito, ni siquiera los reyes y los generales, así que todos pasaron el día entero durmiendo. Cuando comenzaron a despertar al atardecer, decidieron dejar la batalla para el día siguiente.
Pero las armas, lideradas por la espada del rey, volvieron a pasar la noche entonando su canto de paz, y nuevamente ningún soldado pudo descansar, teniendo que aplazar de nuevo la batalla, y lo mismo se repitió durante los siguientes siete días. Al atardecer del séptimo día, los reyes de los dos bandos se reunieron para ver qué podían hacer en aquella situación. Ambos estaban muy enfadados por su anterior discusión, pero al poco de estar juntos, comenzaron a comentar las noches sin sueño que habían tenido, la extrañeza de sus soldados, el desconcierto del día y la noche y las divertidas situaciones que había creado, y poco después ambos reían amistosamente con todas aquellas historietas.
Afortunadamente, olvidaron sus antiguas disputas y pusieron fin a la guerra, volviendo cada uno a su país con la alegría de no haber tenido que luchar y de haber recuperado un amigo. Y de cuando en cuando los reyes se reunían para comentar sus aventuras como reyes, comprendiendo que eran muchas más las cosas que los unían que las que los separaban.



El hombrecillo de papel.

Era una mañana de primavera y una niña jugaba en su cuarto. Jugó con un tren, con una pelota y con un rompecabezas. Pero pronto se aburría de todo. Luego empezó a jugar con un periódico. Hizo un sombrero de papel y se lo puso en la cabeza. Después, hizo un barco y lo puso en la pecera. La niña se cansó también de jugar con el sombrero y con el barco. Entonces hizo un hombrecillo de papel de periódico. Y estuvo toda la mañana jugando con él. Por la tarde la niña bajó al parque para jugar con sus amigos. Iba con ella el hombrecillo de papel. Al hombrecillo de papel le gustaron mucho los juegos de los niños. Y los niños estaban muy contentos con aquel amigo tan raro que ahora tenían. Por fin todos se sentaron a descansar. El hombrecillo de papel de periódico era muy feliz y quería que los niños estuvieran contentos. Por eso comenzó a contarles las historias que sabía. Pero sus historias eran historias de guerras, catástrofes, de miserias... Y los niños al oír aquellas historias, se quedaron muy tristes. Algunos se echaron a llorar. Entonces el hombrecillo de papel de periódico pensó: "Lo que yo sé no es bueno, porque hace llorar a los niños". Y echó a andar, solo, por las calles. Iba muy triste, porque no sabía hacer reír a los niños. De pronto, vio una lavandería. El hombrecillo de papel dio un salto de alegría y, con paso decidido, entró. "Aquí podrán borrarme todas las cosas que llevo escritas; todo lo que hace llorar a los niños", pensaba. Cuando salió... ¡Nadie le habría reconocido! Estaba blanco como la nieve, planchado y almidonado. Dando alegres saltos, se fue hacia el parque. Los niños le rodearon, muy contentos, y jugaron al corro a su alrededor. El hombrecillo de papel sonreía satisfecho. Pero, cuando quiso hablar... ¡De su boca no salía ni una palabra! Se sintió vacío por dentro y por fuera. Y, muy triste, volvió a marcharse. Caminó por todas las calles de la ciudad y salió al campo. Entonces, de pronto, se sintió feliz. Su corazón de papel daba saltos en su pecho. Y el hombrecillo sonreía, pensaba que tenía un pájaro guardado en el bolsillo. Y comenzó a empaparse de todos los colores que veía en los campos: del rojo, amarillo y rosa de las flores; del verde tibio de la hierba; del azul del agua y del cielo y del aire... Luego se fue llenando de palabras nuevas y hermosas. Y cuando estuvo lleno de color y de palabras nuevas y hermosas, volvió junto a los niños. Mientras descansaban de sus juegos y sus risas, el hombrecillo les habló. Les habló de todas las personas que trabajan por los demás; para que nuestra vida sea mejor, más justa, más libre y hermosa. Sobre el parque y sobre los ojos de los niños cayeron estas palabras como una lluvia fresca. La voz del hombrecillo de papel se hizo muy suave cuando habló de las flores... Y de los pájaros del aire... Y de los peces del río y del mar... Los ojos de los niños y del hombrecillo de papel se llenaron de sonrisa. Y cantaron y bailaron cogidos de las manos.
Y todos los días a partir de aquella tarde, el hombrecillo de papel hacía llover sobre la ciudad un mundo de color y de alegría.

 

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